INTERESANTE ARTÍCULO A MODO DE ENTREVISTA DE FERNANDO GARCÍA CORTAZAR
Fernando García Cortazar,
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto, expone :
¿Cuál es el origen del pueblo
vasco?
No lo sé, ni tengo especial interés
en investigarlo. Más que el origen, me preocupa el presente y el futuro no del
pueblo vasco, que no existe, sino de la sociedad o los ciudadanos vascos.
El concepto de pueblo tiene
connotaciones raciales o tribales que encajan mal con una sociedad mestiza, muy
mezclada y plural, fruto de la modernización industrial y de distintas
corrientes migratorias de los siglos XIX, XX Y XXI.
La pretendida existencia del
"pueblo vasco" y su singularidad es la base del discurso
nacionalista. A lo largo de nuestra Historia, ¿de qué modo contribuyeron los
vascos a la configuración de España?
Nada hay en la historia del País
Vasco que permita pensar en una entidad independiente de la España que desde
los años de dominación romana empezaba a gestarse. Por otro lado hasta la
aprobación del Estatuto de Guernica en 1979 no se podría hablar con rigor del
País Vasco, entendiendo éste como organización político-administrativa unitaria
correspondiente a Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, territorios bien distintos entre
sí con sus peculiaridades jurídicas bien diferenciadas. Los vascos, llamados
así a partir del siglo XIX, participaron con los demás peninsulares en la
formación de España. Colaboraron
decididamente en la Reconquista y, en la hora histórica de las Navas de Tolosa,
la vanguardia de las tropas del Reino de Castilla estuvo mandada por Diego
López de Haro, señor de Vizcaya. Vizcaínos y guipuzcoanos fueron los mejores
soldados y marinos de los reyes castellanos.
Gracias a ellos, el rey Fernando III pudo conquistar Sevilla. Alféreces
vascos dirigen la conquista de Baeza, Úbeda, y Córdoba y ayudan eficazmente a
Alfonso XI en la batalla del Salado. La conquista de Algeciras y Gibraltar
también contó con protagonismo vizcaíno y guipuzcoano, redoblado en las guerras
civiles de la casa de Trastámara y en las actividades comerciales con las que
Castilla se proyecta en Europa.
San Sebastián, Guetaria,
Fuenterrabía, Zarauz, Bermeo y, desde 1300, Bilbao vieron salir la lana de la
Meseta y el hierro vizcaíno camino de Flandes e Inglaterra. Cuando en 1390, cinco años después de la
batalla de Aljubarrota, el rey de Castilla, Juan I vuelve a manifestar su deseo
de reinar en Portugal , aunque fuera a costa de renunciar a parte de Castilla
pero no al Señorío de Vizcaya, los vizcaínos le manifestaron su rechazo a ser
desgajados de la corona castellana.
Lo sabemos por el alavés Canciller
Lope de Ayala que también alabó la fidelidad y pericia de los marineros
vizcaínos y guipuzcoanos que en 1393 le informaban a su rey Juan I del
descubrimiento de las Islas Canarias y le animaban a conquistarlas.
La participación vasca en la España
moderna fue colosal. El reconocimiento oficial de su condición de hidalgos
permitió a guipuzcoanos y vizcaínos copar los puestos de la administración de
la monarquía, disputándoselos a los judeoconversos, buenos burócratas como
ellos, de los que se libraron mediante la aplicación de los españolísimos
estatutos de limpieza de sangre.
Sin exageración se ha podido
afirmar que durante los siglos XVI, XVII y XVIII, España y el Imperio
estuvieron gobernados por vascos. Y en efecto, el número de vascongados
encaramados en la administración estatal es apabullante, copando en algunas
épocas la mayor parte de los altos cargos.
Ya en 1525, de doce secretarios del Consejo de Estado cinco eran
guipuzcoanos. Los apellidos Idiáquez, Zuazola, Galarza, Ibarra, Amezqueta,
Mancisidor, Ipiñarrieta, Gastelu, entre otros, salpican la nómina de quienes
fueron secretarios de los diversos reyes.
Si fuese cierto, como alguna vez se
ha afirmado, que la monarquía española oprimió de alguna forma a las provincias
vascongadas, cabría pensar que buena parte de tal "opresión"
correspondió a quienes salidos de aquellas tierras representaban lo más granado
del poder.
No faltaron tampoco vascos en las
principales empresas españolas de la época. Bien conocida es su decidida
participación en la conquista y colonización de América y Filipinas y su
protagonismo en las aventuras descubridoras. Juan Sebastián Elcano, Pedro
Ursáa, Lope de Aguirre, Francisco Argarañaz Murguía, Miguel de Legazpi, Urdaneta…
son sólo algunos de los vascos que participaron en lo más característico de la
política imperial de la Monarquía española.
La proyección espiritual de España
en el mundo lleva el nombre de un guipuzcoano, Ignacio de Loyola, que había
guerreado al servicio de la Corona de Castilla mientras que la Ilustración
aportó muchos nombres ilustres- Samaniego, Peñaflorida, Cadalso- de vascongados
a la cultura del XVIII español.
Hasta hace poco más de cien años no
se produjo la escisión conceptual entre lo vasco y lo español. No aparece en la
mayor parte del siglo XIX, pese a la especial virulencia que en el territorio
vasco tuvieron las guerras civiles desatadas por los carlistas, que nunca
cuestionaron la españolidad de la causa que defendían.
Habría de ser la acción política
del inventor del nacionalismo vasco, Sabino Arana, la que provocaría con el
tiempo, la ruptura en la concepción de un País Vasco armónicamente integrado en
España. Nadie antes de él había formulado la idea de la independencia política
del País Vasco. A pesar de su
reivindicación independentista, Arana tendría que reconocer que la historia no
ayudaba en nada a su proyecto de secesión, como tampoco lo ayudaban sus
coetáneos miembros de la gran burguesía vizcaína, empeñados en reforzar la idea
unitaria y el sentimiento de España, manifestado en carne viva en el latido de
los vascos de la generación del 98.
¿En qué momento podemos hablar de
España como Nación?
La formación de España como Nación
está ligada a la primera experiencia liberal, la de las Cortes de Cádiz que
intenta liquidar el pasado feudal.
El moderno concepto de nación es el
que desarrollan los hombres del XIX para reivindicar sus derechos y libertades
individuales frente al absolutismo y las desigualdades de la sociedad anterior.
La palabra España tiene pues esas
connotaciones de modernidad y progreso que la Iglesia y la nobleza, en un
comienzo, combatieron. ¡Abajo la nación, viva la religión! Fue su grito
inicial.
La gran perdedora de la transición
fue la memoria: la senda hacia la democracia se pavimentó con el olvido del
pasado. En aquellos años se rechazó el nombre de España, entendido como símbolo
de la reacción y se insufló energía a unos nacionalismos excluyentes que
repetían la misma teología de Franco.
Paradójicamente se dio crédito a la
versión franquista de la historia, negando o enterrando la España liberal.
¿Por qué se identifica España más con Franco que con la II República?
¿Por qué se identifica España con la leyenda negra y no con su tradición
erasmista, ilustrada o liberal?
El problema, en el fondo, es
cultural. De no haber navegado por la historia ni haber leído suficiente. Tal
vez si las generaciones de la democracia hubieran aprendido a leer la palabra
España en el pesimismo de la generación del 98, el horizonte europeísta de los
intelectuales del 14 o el verso desgarrado de los poetas del 27, y la hubieran
visto escrita con naturalidad, el dolor, la tristeza o el compromiso político
con que la escribieron entonces, hoy estarían vacunados contra ese prejuicio de
obviarla en las conversaciones.
Porque la España real ya no sería
para ellos esa España siniestra y canalla que hoy se inventan los nacionalistas
sino la honda y viva de la gran literatura.
El nacionalismo catalán está
ganando la batalla mediante una descomunal manipulación. Cataluña es la tierra
de la modernidad, de la libertad, de la apertura a Europa, del diálogo. España
–que es otra cosa- es la Castilla harapienta y antigua, cejijunta y clerical,
reaccionaria y fascista, abusona de los territorios con verdadera identidad.
¿Cómo valoraría la figura de los
Reyes Católicos?
Sin duda alguna son los personajes
más importantes de la Historia de España. Con su sentido político, superador de
intereses puramente dinásticos pusieron en marcha el largo proceso de
integración "nacional", al unir en su matrimonio las dos coronas más
poderosas de la Península.
La España nacida en 1469 es todavía
un simple bosquejo pero la unión permite estrechar lazos, conforme se alcanzan
las metas trazadas siglos antes por cada uno de los reinos: Granada, Nápoles,
Navarra.
¿Qué opina de la reciente polémica
suscitada en relación a los símbolos franquistas que el Gobierno pretende
eliminar o al menos sustituir? ¿No le parece un debate innecesario treinta años
después de la muerte de Franco?
Objetivo central de la política
franquista fue mantener la división de España en dos Españas: la España de los
vencedores y la España de los vencidos, la España auténtica, nacida de las
cenizas del 39, y la anti España de la República, "poblada por los
verdaderos criminales comunes de nuestra guerra".
Efectivamente, políticos de
izquierda y periferia, ensalzando la actitud de los vencidos de ayer para
hacerse mejores que los demás han convertido la guerra civil en una absurda
ceremonia de canonización, en una película de malos –simpatizantes de la
derecha, centralistas y terratenientes sin escrúpulos, es decir fascistas- y
buenos –partidarios de la izquierda, separatistas y campesinos hambrientos, es
decir, demócratas-.
Se quiera reconocer o no, la óptica
es la misma que la empleada por los propagandistas de la dictadura, pero al
revés, como si estuviéramos dentro del espejo que Lewis Carroll inventó para
Alicia.
La manipulación se repite y, bajo
la luz fotográfica de los nuevos tiempos, se olvida interesadamente que a la
ruina de la República contribuyeron también la ceguera sectaria de la izquierda
y la incompetencia de una gran parte de sus líderes; que en el bando
republicano no todos eran, ni mucho menos, demócratas o defensores de la
libertad; que el odio reventó tanto en el Badajoz de los militares rebeldes
como en la Barcelona de Companys, esa Barcelona de las patrullas armadas de la
que tuvo que huir Orwell para salir de España con vida y de la que años más
tarde diría: "Nadie que haya vivido en Barcelona entonces o en los meses
posteriores podrá olvidar la agobiante atmósfera creada por el miedo, la
sospecha, el odio, la censura periodística, las cárceles abarrotadas, las
enormes colas para conseguir alimentos y las patrullas de hombres
armados".
La guerra civil atravesó de sangre
las tierras de España, de culpas y opresiones recíprocas, de rencores y de
lutos, heridas que no se pueden ignorar pero que es necesario sanar para que el
ayer cese de contaminar el presente con sus viejos fantasmas y palabras.
¿Cómo albergar esperanzas sobre un
futuro más o menos abrigado y razonable si no dejamos de hurgar en las llagas
del pasado con la intención de hacerlas supurar todavía más, si seguimos
lanzándonos los nombres y las vidas de nuestros mártires a la cara, si
siguiendo el ejemplo de los antiguos combatientes carlistas, perdedores de
todas las guerras civiles del XIX, damos hervor y actividad a los odios del 36,
con la fosa del padre de éste, el fusilamiento de la madre del otro, los balazos
que enseña con orgullo el abuelo del más allá?