Movistar TV empieza a dar pasos para hacer realidad uno de los objetivos de Movistar Series: llegar a producir sus propias series de ficción al igual que sucede con otras plataformas como Netflix, Amazon, Hulu... Es por ello por lo que han fichado al director de cine Alberto Rodríguez y el productor José Antonio Félez, recién nominado con 17 candidaturas a los premios Goya por "La Isla Mínima". Ellos serán los encargados de desarrollar la primera serie de ficción para Movistar Series.
La epidemia de peste de 1649 que
devastó Sevilla, diezmó la población, ya que supuso la muerte de al menos
60.000 personas, el 46% de la población de la ciudad.
En ese año, Sevilla seguía siendo
la ciudad más populosa de España y su actividad económica, derivada del
monopolio que ejercía sobre el comercio con América, continuaba siendo pujante.
Sin embargo, las deficientes condiciones higiénicas de sus calles y su
condición de puerto de mar tierra adentro, la iban a convertir en foco de una
virulenta epidemia de peste que diezmó su población, marcando el ocaso de su
esplendor.
En aquel año, Felipe IV reinaba
sobre un Imperio en el que no se ponía el sol pero que empezaba a manifestar
los primeros síntomas de decadencia. La nefasta política llevada a cabo durante
el valimiento del conde duque de Olivares, en aquel entonces ya fallecido,
había contribuido a empeorar los graves problemas por los que atravesaba
España. El derroche de una Corte suntuosa y la multitud de frentes abiertos por
la monarquía hispánica, tanto dentro como fuera de sus propias fronteras,
consumían sumas astronómicas y el oro y la plata que llegaban desde América
eran insuficientes para cubrir los enormes gastos, provocando la bancarrota del
Estado. En medio del creciente clima de caos económico, social y moral que
afectaba al país, Sevilla empezó a sufrir los efectos de una grave crisis.
Con sus muelles concentrados a
orillas del tramo navegable del río Guadalquivir, la capital andaluza gozaba de
una situación privilegiada. Alejada de la costa, la ciudad se encontraba a
salvo de los bombardeos o desembarcos de las flotas de potencias enemigas que
se quisieran apoderar de sus tesoros. Sevilla ostentaba el monopolio del comercio
con América y a su puerto fluvial llegaban los barcos que procedentes de
América remontaban el Guadalquivir con sus bodegas repletas de riquezas. De
allí partían cargados con productos para vender en el Nuevo Mundo con los que
los comerciantes instalados en la ciudad obtenían grandes beneficios. Este
tráfico incesante de mercancías también servía para financiar a la Corona, que
cobraba impuestos y tasas por cada una de las transacciones.
A comienzos de la década de los
cuarenta del siglo XVII, Sevilla empezó a pagar las consecuencias de la
excesiva presión fiscal a la que estaba sometida por parte de los funcionarios
del rey. Los enormes gastos derivados de la Guerra de los Treinta Años en
Europa y las insurrecciones en Portugal y Cataluña habían dejado exhaustas las
arcas del Estado, lo que había obligado a tomar medidas para incrementar la
recaudación, entre ellas la subida de impuestos a las transacciones
mercantiles. Muchos de los comerciantes que habían acudido a la ciudad andaluza
atraídos por su dinamismo económico y las oportunidades de negocio que les
ofrecía su puerto se vieron obligados a cerrar sus almacenes por culpa de la
drástica reducción del margen de beneficios. Los barrios próximos a los muelles
fueron los más afectados y muchas de sus casas y comercios abandonados ofrecían
un aspecto desolador.
A pesar de la crisis, Sevilla
seguía siendo una ciudad populosa que en aquel entonces tenía más de ciento
cincuenta mil habitantes, la segunda más poblada del Imperio después de
Nápoles. Sin embargo, las condiciones de vida de la mayoría de los sevillanos
dejaban mucho que desear. Al hacinamiento y la ausencia total de medidas
higiénicas, se unía el constante tráfico marítimo de barcos procedentes de
puertos remotos donde sus tripulantes podían contagiarse de graves
enfermedades. La suciedad y las inmundicias se acumulaban en las calles y las
ratas campaban a sus anchas sin que ninguna autoridad dictase las disposiciones
oportunas para evitarlo. Al mismo tiempo, los barcos que atracaban en sus
muelles tras varios meses de travesía eran espacios reducidos en donde las
epidemias podían incubar, trasladándose rápidamente de un país a otro.
La primavera de 1649 fue
especialmente lluviosa y las graves inundaciones de un Guadalquivir desbordado
anegaron los cultivos y granjas de todo el valle. Sevilla también sufrió los
efectos de la riada y según cuentan los cronistas de la época podía llegarse en
barca hasta la Alameda de Hércules. La retirada de las aguas dejó al
descubierto la pérdida completa de las cosechas y los cadáveres putrefactos de
miles de animales ahogados. La falta de productos agrícolas produjo el
desabastecimiento de la ciudad y un aumento de los precios de los alimentos de
primera necesidad, provocando que el fantasma del hambre y la desnutrición
comenzasen a acechar a sus habitantes más vulnerables. Todos estos ingredientes
prepararon el caldo de cultivo idóneo para la epidemia sin precedentes que iba
a asolar la ciudad.
La peste ha sido una de las
pandemias que ha causado más muertes a lo largo de la Historia. Implantada de
forma siniestra en el imaginario colectivo de la Humanidad, su simple
pronunciación se ha convertido en sinónimo de una muerte horrenda. Desde un
punto de vista estrictamente médico, la peste es una enfermedad infecciosa
causada por la bacteria Yersinia pestis, bautizada así a partir de 1967 en
honor a su descubridor, Alexander Yersin, un bacteriólogo franco-suizo del
Instituto Pasteur de París. Las pulgas de las ratas infectadas son sus
transmisoras, afectando a otros animales o al hombre con su picadura.
Durante el desarrollo de la
enfermedad el contagiado se encuentra débil, con marcha vacilante y habla
balbuciente, para después sufrir fuertes dolores de cabeza, fiebre muy alta,
escalofríos, vómitos y diarreas. En el caso de la peste bubónica, aparecen
inflamaciones de varios centímetros de diámetro que se localizan en las ingles,
las axilas o en el cuello, y que en ocasiones pueden supurar. La palpación de
los bubones produce un dolor muy intenso y por debajo de la piel se nota una
masa firme y dura. Tras una lenta agonía de varios días, el paciente muere
después de un deterioro progresivo y generalizado de su estado.
Lo que nadie imaginaba en
aquellos días era que la Muy Noble, Muy Leal e Invicta ciudad ribereña del
Guadalquivir estaba a punto de desaparecer del mapa por culpa de una maligna
peste que acababa de colarse en la Península desde algún puerto africano. En el
año 1649 Sevilla iba a ser el lugar escogido por la terrible enfermedad para
cebarse en su indefensa población.
No se sabe con certeza cómo ni cuándo
llegó a las costas de la Península Ibérica, aunque todo apunta a que en 1647 se
declaró en Valencia un brote de peste, viajando a bordo de algún barco
procedente de África. Desde allí se extendió hacia al sur, contagiando a la
ciudad de Alicante. Después se propagó en dirección a Murcia, continuando su
letal recorrido siguiendo la costa mediterránea hasta alcanzar Almería y Málaga
en 1648. Al año siguiente la peste saltó al litoral atlántico andaluz,
extendiendo la muerte por Gibraltar, Cádiz y Huelva.
El bacilo de Yersin hizo de las
suyas durante el verano y luego, aparentemente, desapareció. al año siguiente, con el calor, volvieron los
contagios; pero ya en toda la costa mediterránea, desde Barcelona hasta Cádiz.
La peste se declaró formalmente en abril. Las autoridades ordenaron cerrar la
ciudad a cal y canto. Pero ya era tarde. Así que, expuestos a lo inevitable,
rogaron al Señor que fuese clemente con ellos mediante extraordinarias letanías
y procesiones por las calles con penitencias públicas.
La multitudinaria apelación a la
Providencia sirvió exactamente para lo contrario: el número de contagios
aumentó por el hacinamiento y el trajín callejero. Para mediados de mayo,
Sevilla era ya un lugar maldito de cuya desgracia se hacían lenguas en todo el
Reino.
El día 21 de ese mes se prohibió
la entrada en Madrid de sevillanos y de mercaderías procedentes de Sevilla.
Bastante tenía el Rey con perder su mercado como para que la pestilencia le
aviase también la Corte. Para el Corpus, el obispo hispalense echó toda la
carne en el asador: si el Altísimo no ayudaba a su hija predilecta en tan
señalado día, al puerto de Indias le había llegado la hora de pagar por su
soberbia. La procesión del Corpus hubo de hacerse en la Plaza de San Francisco
porque la del Salvador estaba llena de cadáveres. El paso era pequeño por falta
de costaleros: unos 160 habían muerto en el transcurso de los días anteriores.
Un auténtico drama, presagio de lo peor.
Se formó un Consejo
plenipotenciario, conformado por el presidente del Santo Oficio, el de la Casa
de Contratación, un miembro del Consejo de Castilla y un representante de la
nobleza. Acordaron habilitar un hospital de emergencia, que se dio en llamar
"el de la Sangre" (Hospital de las cinco llagas), para aislar a los
enfermos. Pronto se llenó hasta los topes, y no ya de enfermos, sino de muertos
que nadie quería desalojar. Para ese menester se presentaron en la ciudad
enterradores de alquiler, "gente perdularia que había venido a la golosina
del aprovechamiento" y que, por tan arriesgado oficio, se llevó
"muchos ducados".
El Consejo prohibió enterrar en
las iglesias y, dado que las pilas de cadáveres "infiçionaban el
ayre", ordenó que se excavasen fosas comunes en todo el perímetro
urbano.El panorama era desolador, propio del Infierno de Dante.
Estos enterramientos también se
habilitaron junto a hospitales como el de las Cinco Llagas (actual Parlamento
andaluz), donde se instalaron enfermerías provisionales para atender a los
apestados.
A mediados de junio, Sevilla era
un inmenso matadero del que salían carretones llenos de cadáveres desde el alba
hasta el ocaso camino de las fosas, cubiertas profusamente con cal para evitar
nuevos contagios. En poco más de tres meses, la otrora risueña ciudad había
perdido la mitad de su población, lo que arroja la lúgubre cifra de unos 800
muertos al día.
Con la llegada del otoño,
"todo era espanto, un asombro, un suspirar de continuo, sin danzas, sin
cofradías, sin religiones, sin clero ni reliquias, con la poca música que había
quedado, sin seises...". No había en la ciudad una sola familia que no
tuviese un difunto al que llorar: la peste, metáfora de la misma muerte, igualó
a todos sin distinción de riquezas, estamento, sexo o edad. En esta tragedia
perdió la vida el famoso escultor Juan Martinez Montañés.
La incesante tragedia llevó a las
autoridades religiosas y civiles a implorar la intercesión divina, de ahí que
el 2 de julio de ese año se sacara en procesión de rogativa al Cristo de San
Agustín desde su convento a la Catedral, de la que volvió al día siguiente,
jornada en la que se produjo un fenómeno extraño al permanecer cubierto el sol
durante varias horas con un color carmesí, parecido al de la sangre.
A los pocos días de esta
procesión en el citado hospital (conocido entonces como de la Sangre) ondeaba
una bandera blanca como señal de que la epidemia había remitido, por tal motivo
se mantiene hoy día la acción de gracias a este Crucificado en esa fecha.
La catástrofe tardó décadas en
ser olvidada, si es que alguna vez lo fue. No es casualidad que un sevillano,
Juan Valdés Leal, fuese el autor de la obra más tenebrosa de la pintura
universal: In ictu oculi (en un abrir y cerrar de ojos), sobrecogedor óleo
realizado para el Hospital de la Santa Caridad en el que la muerte se yergue triunfante,
ataúd bajo el brazo, guadaña en mano, mirándonos a los ojos, recordándonos que
la vida es la frágil llama de una vela que se apaga en una décima de segundo,
en un abrir y cerrar de ojos.
La extraordinaria Sevilla
imperial, "asombro del orbe", jamás volvió a ser la misma. Se replegó
malherida, perdió su monopolio sobre las mercaderías procedentes de Indias, su
flota, sus escuelas artísticas, sus acaudalados mercaderes y hasta sus pícaros.
Tardó dos siglos y medio en
recuperar la población perdida: hasta el año 1900 no volvió a contar con
150.000 almas; pero para entonces ya no era centro del mundo, sino "un
huerto claro donde madura el limonero".